Por fin el Tribunal Constitucional falló la inconstitucionalidad del malhadado Decreto-ley 3/2016. Y lo hizo por el uso abusivo de esta anómala forma de legislar; por este híbrido normativo con cuerpo de Decreto y alma de Ley, que pervierte el principio de legalidad tributaria en su más prístina formulación constitucional. Es el final de un largo, tortuoso y sinuoso camino. Pero no es el fin. Emulando a un conocido estadista británico, yo diría que esta sentencia no es el fin, no es ni siquiera el principio del fin, pero sí el fin del principio. Y es que su onda expansiva tendrá efectos en otras muchas medidas fiscales diluidas en ese heterogéneo acervo tributario que, con una indisimulada pulsión recaudatoria, cristalizaron en el Decreto-ley ahora parcialmente expulsado del ordenamiento jurídico. Me atrevería incluso a vaticinar que esa onda expansiva es hoy inconmensurable, y puede invadir otros impuestos también tocados por Decreto-ley, como el arcaico Impuesto sobre el Patrimonio que todavía pervive en algunas de nuestras comunidades autónomas.
Pero lo cierto es que el Tribunal Constitucional ha querido contener la radiación de la sentencia, y lo ha hecho echando mano de una ya consolidada doctrina que limita el efecto temporal de su declaración de inconstitucionalidad. Es el conocido efecto prospectivo de la sentencia, el prospective overrulling de los anglosajones, que contrae su efecto de nulidad a quienes, al tiempo de dictarse la sentencia, tuvieran reclamaciones administrativas o jurisdiccionales en marcha. Una rara avis extraña a nuestro sistema de enjuiciamiento constitucional que predica la inconstitucionalidad erga omnes (frente a todos) y con efectos ex tunc (retroactivos). Otra cosa es la previsión de la Ley del Tribunal Constitucional Federal Alemán, que explícitamente contempla la inconstitucionalidad diferida o la suspensión de la sentencia, o el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, expresamente habilitado para limitar los efectos temporales de sus sentencias.
Esa limitación de efectos temporales, fundada en la genérica invocación del principio constitucional de seguridad jurídica, carece de base legal en nuestra jurisdicción constitucional. Por ello, y aunque goza ya de cierto predicamento en nuestra jurisprudencia constitucional en materia tributaria desde la histórica inconstitucionalidad del IRPF fallada en 1989, se antoja muy relevante el voto particular concurrente anunciado por el Magistrado Enrique Arnaldo. Es, sin duda, el más prestigioso constitucionalista del actual Tribunal Constitucional. Y no es la primera vez que discrepa sobre esta inconsistente modulación de los efectos temporales de las sentencias de inconstitucionalidad, singularmente activa en materia fiscal. Por lo que habrá que estar atentos a sus razonamientos jurídicos, sobre todo porque un voto particular siempre supone, de forma seminal, una línea evolutiva, una posible fractura en la siempre indeseable petrificación de la jurisprudencia.
Largo calvario procesal
Mientras tanto, esta rocosa doctrina no dejó otra salida a los especialistas en fiscalidad contenciosa que iniciar el largo calvario procesal de impugnaciones, en vía administrativa o jurisdiccional, para proteger los derechos de los clientes. Y así llevamos haciéndolo desde hace muchos años en defensa de grandes multinacionales, entidades financieras y las pymes que tuvieron que soportar medidas fiscales tan injustas como la restricción de la compensación de bases imponibles negativas o las deducciones de doble imposición internacional, o, en fin, la reversión de deterioros contables de la participación en filiales deducidas fiscalmente antes de 2013.
Este es quizá el aspecto más negativo de la sentencia: se queda en el denostado uso abusivo del Decreto-ley y no entra en el fondo de unas medidas fiscales profundamente injustas. Y ello pese a que, en la defensa de los intereses de nuestro cliente, en el caso ahora fallado por el Constitucional, pedimos expresamente que se levantara el velo formal y se entrara en análisis de unas medidas que integraban un auténtico impuesto a las pérdidas. Habremos perdido una ocasión áurea para sentar un leading case sobre la justicia tributaria, o, mejor aún, sobre el principio constitucional de capacidad económica, que exige que pague quien tiene una renta o un beneficio imponible, y no quien soporta pérdidas. Y habremos perdido también una no menos relevante ocasión para encerrar nuestra delicuescente fiscalidad en parámetros constitucionales de seguridad jurídica, repeliendo la reversión de deterioros de cartera que había sido fiscalmente deducida tres años antes de que entrara en vigor el Decreto-ley, y que no era otra cosa que un impuesto retroactivo.
En fin, ya se sabe que la fiscalidad, como la dinámica de fluidos, se resiste a someterse a las leyes convencionales de la física, pero el Tribunal Constitucional no ha querido tampoco domeñar esa realidad líquida y, a veces, viscosa. Otra cosa es la radiación cósmica de esta sentencia, y ésta está aún por escribir.